domingo, 23 de marzo de 2014

Opiniones de Borges

Posiblemente en los últimos doscientos años no ha habido dos escritores más ocurrentes que Óscar Wilde y Jorge Luis Borges. Sus opiniones no dejan a nadie indiferente, la facilidad para asombrar, la rapidez en el análisis y la impecable expresión hacen de sus aseveraciones relámpagos que iluminan y alegran la monotonía de la noche. No hace falta estar de acuerdo, ni siquiera compartir remotamente su ideario. Borges tenía una cultura enciclopédica y una elegancia en el decir que más parecía un hombre fuera del tiempo que el escritor que ha marcado la literatura en castellano del siglo pasado. Estaba más interesado por las sagas islandesas o la literatura medieval germánica que por los avatares de su época. El también porteño Blas Matamoros ha recopilado de su obra y de las múltiples entrevistas que le han realizado una especie de colección de aforismos donde el escritor nos da su opinión sobre los temas que han marcado su vida. Pero no debemos hacer mucho caso de algunas afirmaciones categóricas del maestro. Borges siempre ha estado más interesado por la perfección en el enunciado que por la verdad del discurso. Obligado a opinar sobre variadísimos temas, el escritor argentino se esmera en que la respuesta nos deslumbre, que olvidemos lo que nos dice y nos fijemos en la elegancia de la contestación. Lo importante son las palabras, cómo las encadena, qué sorpresa nos depara, qué desconcierto nos provoca. No pretende engañarnos sino regalarnos una nueva manera de ver las cosas, jugar con la paradoja, disfrutar de lo inesperado. Así ha logrado forjar un estilo inconfundible e inimitable. Argentina y los argentinos, Buenos Aires, los escritores, la filosofía, Islandia, el idioma, los libros, el Premio Nobel, la religión o el tango son temas que le han sido gratos. Aquí dejamos algunos ejemplos que tratan de sí mismo.


Después de medio siglo de vida literaria, lo único que he logrado es que la gente me reconozca por la calle, os sea lo que nunca me había propuesto.

A los setenta y seis años recuperé parte de mi vista y volví a contemplar el rostro de una hermosa amiga de mi juventud. Comprendí que eran preferibles las tinieblas.

No bebo, no fumo, como poco. Mis únicos vicios son leer la Enciclopedia Británica y no leer a Enrique Larreta.

Cuando escribo no pienso nunca en los lectores. Salvo en el sentido de no presentarles dificultades.

Me gustan los juegos solitarios: el ajedrez, la equitación, la natación. Detesto los deportes masivos como el fútbol y el cóctel.

La ceguera gradual no es trágica. Es como un lento atardecer de verano.

Soy un hombre de ciudad, de barrio, de calles: los tranvías lejanos me ayudan a la tristeza con esa queja larga que sueltan en las tardes.

He cometido el peor pecado que un hombre pueda cometer. No he sido feliz. Mi mente se aplicó a las simétricas porfías del arte, que entreteje naderías.

No me interesa en absoluto el juicio de la posteridad. Espero ser olvidado definitivamente.

Algunos críticos malintencionados dicen que soy demasiado inteligente y muy culto. Nadie lo es.

Dicen que he influido en Cortázar. No seamos tan pesimistas. Sus cuentos, que no he leído, han de ser mejores que los míos.

Ficciones y El Aleph son mis mejores libros. El sur, mi mejor cuento. El Golem, mi mejor poema.

No me dan el Premio Nobel porque en Suecia sigue habiendo gente sensata. Seguiré siendo el futuro Premio Nobel, aunque desde el momento en que nací he dejado de ganarlo.


(Blas Matamoro, Diccionario privado de Jorge Luis Borges; Madrid, Altalena, 1979)

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